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siempre miré con recelo los gallos y las gallinas; también las palomas...
Y hasta con recelo gastronómico los miré, junto con los conejos, si estaban criados en casa, salvo los cerdos.
Las plumas de las palomas tenían un nada asqueroso tacto; parecía seda dura, cerosa y volumétrica -también estábamos familiarizados con ellas ya que las utilizábamos para mil juegos, entre otros hacer de indios-; pero el tacto de las gallinas se introducía entre las plumas y hasta llegar a sujetarla tus manos desaparecían envueltas en sensaciones de suciedad y desasosiego; y no la cogías boca abajo porque al fín y al cabo era aún más horroroso cogerlas por las patas, éstas más hechas por la Naturaleza, creías, para una película de terror; y verlas morir desngrándose sobre un plato era a ún más desgradable.
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Y recordar que algún día fueron pollitos pintados de colores a los que para hacer entrar en calor se les echaba en el pico pimienta en grano y se les hacía dormir dentro de casa en una caja...
El tacto de los conejos sí me gustaba y acostumbraba, como a los gatos, acariciarlos; por razón de su estancia en las jaulas su piel era más suave y limpia, incluso la barriguera, que ya tenía especial cuidado mi padre, a través de curiosos artilugios,para que no se manchasen; pero si su tacto era suave aún más suave y rico era el olor singular y distintivo que salía de la camada recién nacida al abrir la compuerta superior de la conejera.
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Otro tacto muy agradable era el de los cerdos que contrastaba con su fuerte olor e, incluso, desgradable hedor -cuando por enfermedad de mi padre hube de limpiarlos me echaba colonia entre la nariz y el labio superior para evitar el vómito-; y lo mismo sucedía en la sensación táctil al pasarle la mano por el lomo o por la barriguera; éste era un truco de mi padre para que se tumbase y le dejase limpiar en seguridad la zahurda que, para mejor acomodo, tenía, en exclusiva, hechuras en superficie y volumen de cuadra y que disponía de suelo de madera, techo de teja árabe y patio con sombra de parra para el verano.
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Y queda el tacto de los gatos; el más curioso era el de su lengua punteada y recia lamiéndote las manos -
niño, lávate inmediatamente las manos y deja al gato-; o el de su cabeza presionándote las piernas mientras describía un ocho a tu alrededor; o el de sus uñas que, sin querer, te las clavaba en ocasión de convertirle en un saltimbanqui - mis gatos, debido a mis ocurrencias y juegos, tenían hasta ocho vidas, al menos-.
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Los perros no tenían tacto; incluso yo los hubiese borrado de la madre naturaleza pues me infundían más pavor que los gallos americanos, esos presuntuosos y agresivos bichos más pequeños que una pulga.
Y el tacto de una rana, y el tacto de un cernícalo, y el tacto de un tritón, y el tacto de una libélula, y el tacto de una tortuga, y el tacto de una avispa, y el tacto de una abeja, y el tacto de un pez, y el tacto de una salamanquesa, y el tacto de una mariposa, y el tacto de una culebra, y el tacto de una santateresita, y el tacto...
Tanto tacto entonces y ahora con ellos tan pocos tactos...
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