Generalmente para hacer una fotografía de cuerpo entero fuera del estudio-de Escalera- se complementaba el personaje no en sí mismo sino en un lugar adecuado; generalmente eran estos determinadas puertas, la de la Iglesia de la Granada era la más codiciada, y en este caso, singularmente, la ventana derecha de mi casa tal como se entraba.
(Y del umbral para dentro manda el sargento- decíamos para expresar la inviolabilidad del hogar)
Y aquí sólo se ve la acera pero no la calle, a mis ojos de enotonces enorme, que aún era de tierra; y paralela e inmediata a la acera estaba la regadera o canal de las aguas llovedizas; en ella acostumbraba yo también a echar mis barcos de papel con motivo de las lluvias que ya empezaban a escasear por los finales de los años sesenta; a éstas las anunciaba el ruido de la puerta de mi casa con sus balanceo y ruido típico.
Tras los visillos, hechos por mi laboriosa madre, se encontraba la salita, habitación que antes había sido el dormitorio de mi abuela; por estas fechas en su interior sufrí la amputación dolorosa de las amígdalas; afortunadamente mi tía Pepa, Josefa Cano Arenas, me acompañaba en tan terrible momento para un crío de sólo ocho años.
Aún recuerdo al practicante, creo que se llamaba Pepe (no era Pizarro), que acompañaba al cirujano sentándome en su regazo mientras se colocaba en uno de nuestros sillones de mimbre y me envolvía en un lienzo blanco, el sangrante sabor de la ineficaz anestesia -a mí extremada sensibilidad tal me pareció-, el frío insensible del bisturí (que parecía una cuchara de helados), la antigua espada de plástico verde para llamar la atención en mis solicitaciones, la libreta para apuntar mis deseos -quiero morirme fue el primero-, el agua dolorosa y las natillas también dolorosas... y las visitas no impedidas por ningún celador ni guardia de seguridad para saber cómo estaba antoñito.
Particular de la ventana derecha de mi casa y de la acera, alrededor el año 1967.